lunes, 5 de octubre de 2009

Nada (requiem para el pánico)

Quedó un cuerpo marcado de aventuras, deseos que no fueron suficiente desear, nostalgia pálida. Nunca supo su epitafio y sin embargo le había dedicado tiempo en los últimos años. “Nada” le gustaba, pero no sintetizaba el concepto total de la nada que quería dejar trascendido en mármol. El mismo día de su muerte ella creyó haberlo encontrado: “Vivir es la nada misma”. Pero después siguió probando nuevos y al final, quienes la encontraron jamás supieron cuál era la frase: “Nunca conoció la felicidad”; “Nadie supo para qué vino”; “Muerta de miedo por nada”. Creo que la muerte se la llevó pensando en títulos. Aunque también se que cuando apareció, cuando la sintió, ella supo que morir, el acto, era menos complicado de lo que alguna vez sospechó. Fue más conciente que entrar en sueño pero más aliviante. Sintió como su pecho cedía espacio a lo ajeno, que el corazón se hinchaba, se hinchaba y ya no latía, explotaba. Vio el instante que dejó de ver, cuando todo se hizo lejano. Apretó el puño como hacía en cada ataque aunque supo que esa fuerza ya no le alcanzaría para llegar a lado alguno. Se regocijó en la certeza que había tenido siempre: estoy sola, me voy sola. Aunque esta vez no hubo tristeza, ni miedo, ni esperanza. Era su primer instante de alegría, de soltar todo de una vez y a su pesar. Fue el instante de la no pregunta. Todo estaba ahí y era la nada.

Así se fue. Recostada sobre la cama, con libros alrededor y un atardecer soleado que mantuvo su cuerpo tibio un rato más de lo normal. Ya no está, su voz ya no habla, no se mueve más y todo sigue ahí. Igual de quieto que cuando estaba, igual de alegre y de triste. Ella vivió preguntándose si los que decían vivir en paz, en alegría, sentían algo diferente. Los estudiaba, los comparaba, analizaba sus gestos, actitudes, escuchaba cada palabra, contrastaba cada hecho. La intriga la tenía días enteros pensando en qué había de distinto: el destino, un gen, una actitud, la convicción, una subraza. La felicidad ajena le causaba tanta intriga como miedo. “¿Cuál es el motivo por el que no me tocó esto y no lo otro?”, se preguntaba. Anhelaba tanto levantarse un día y sentirse parte del equipo de la felicidad. Esperaba el hecho inesperado que la pusiera en el lugar de la alegría. No quería ser distinta. Hasta entrados los 30 no se había resignado. Pero después se rindió. Se entregó al día, a la noche, al destino insoslayable de que no pasara nada y el tiempo desperdiciara su tiempo en esa vida que no había aportado (y no lo haría) algo. No importaba qué. Algo que contrarrestara a la nada.

Durante los últimos dos años solía comentar la sorpresa que le causaba haber tomado conciencia de la capacidad del cuerpo para generar lágrimas a diario. Le asombraba esa facilidad orgánica con la que le brotaban ya sin un motivo. Pero lo que la dejaba atónita, confesaba, era la resistencia humana a la nada. La resistencia que vencía a la resignación, la jaqueaba, la doblegaba, la humillaba. No había forma de que resignación venciera: “El cuerpo resiste, no se resigna”, escribió en un papel. Porque a ella le gustaban los papeles, pequeños, blancos o amarillos, la tinta negra, preferentemente. Hasta la edad que comenzó a resistir, adoraba las anotaciones espontáneas. En cualquier lado, cualquier frase que pescaba serpenteando en el aire quedaba inmortalizada con la solemnidad de un pensamiento griego: “Voy a enfrentar el abismo que negué por obsesiones prematuras”. Cosas así le servían durante algunas semanas y, si el entusiasmo era mayor, la vida le pondría a su disposición una yapa: “Y que todo quede en el fondo del tuperware”.

Por aquel entonces cada frase era una gota de felicidad que llenaba el vaso de la espera. El anhelo absurdo de que alguien lo bebiera y el tiempo frustrado que lo evaporaba. Las letras comenzaron a apretarse, papel con papel, palabra sin sentido, contenido vacío. Escóndanse ahí y no salgan más, no sirven, me dan vergüenza, les dijo un día a todos los trozos que volaban libres por su alma. Fueron los primeros ataques de pánico. Pánico. Nunca se había dado cuenta de que ahí metido estaba el pánico. Ahora, a la distancia, entiendo que fue él quién le ganó. Quién lo hubiera dicho. Nos había hecho creer que había sido un inoportuno visitante al que de tanto enfrentar logró que se marchara. Mintió. ¿Se habrá mentido, también? Ahora está muy claro, el pánico nunca la dejó y de pánico uno muere. Quienes la conocimos sabíamos lo difícil que le resultaba establecer y olvidar. ¡Cómo no advertimos que si había dejado entrar a alguien tan fuerte iba a serle casi imposible abandonarlo! No podemos negar que cada tanto lo nombraba, lo recordaba como un viejo amante al que no se olvida el resto de una vida. Pero preferíamos ver a la otra, claro, aunque no sabíamos a cual.

¿Cómo es la desesperanza? Ahora me gustaría preguntarle cómo fue convivir con el pánico y la certeza de que nada nuevo iba a suceder. Ella, que tuvo la gracia de ver más allá, había quedado atrapada el desconsuelo. No hubo puertas que la invitaran a pasar, no hubo niños que la invitaran a jugar ni costas que frenaran el naufragio. Era tan inmenso su dolor que lo entregó al infinito para que nunca más pudiera reencarnar.

Nada

Me paraliza la nada.